La historia que he
venido a contaros, me ocurrió hace muchos años. Veréis. Era entonces yo una
chica joven, casi adolescente, y por alguna razón tuve que tomar el tren
nocturno a París, un día desapacible de Noviembre. No era desde luego el más idóneo
para pasar una noche entera en aquel vagón solitario atravesando bosques con el
viento aullando alrededor. Parecía que podía ocurrir cualquier cosa. Me sentía
como en un barco en medio del temporal.
Mi vagón estaba
completamente vacío, poca gente se animaba a viajar en esas fechas, así que me
acomodé como pude para pasar la noche.
Cuando estaba a punto de
quedarme dormida, de manera totalmente inesperada, se abrió violentamente la
puerta de mi compartimento y apareció ante mis ojos la criatura más espantosa
que yo había visto en mi vida: delgada, casi cadavérica, pálida, deforme, y con
una voz que me helaba la sangre.
Decidí ser cortés con
ella y la saludé con todo respeto. Pero en cuanto creí que estaba dormida salí
sigilosamente del compartimento aquel y me fui a otro dos más allá: No me veía
capaz de dormir con aquel espectro ante mis ojos.
Así que en mi nuevo
sitio respiré tranquila y me dispuse a dormir un poco, la noche iba a ser larga
y turbulenta. De repente noto que alguien me zarandea por los hombros, abro los
ojos y aquel esperpento de mujer me
pregunta: ¿Por qué te marchaste? No tuve valor para decirle la verdad y se me
ocurrió una excusa: Aquí hace menos frío, se está mejor. Sorprendentemente ella
se calmó y estuvo de acuerdo conmigo; se sentó enfrente y, sin mediar palabra, se
acercó a mi oído y me dijo:
“Tengo que contarte
algo, un secreto terrible, me pesa en el alma y no quiero morirme sin haberlo
sacado fuera.”
Menos mal que era noche
cerrada y no pudo verme la cara de espanto. Yo, por si acaso, dije alguna
palabra amable y me encogí todo lo que pude para que no llegara a tocarme. En
una voz más baja, casi en susurros me dijo: “He matado a dos personas”.
Os podéis imaginar que,
de no haber estado en aquel lugar yo habría salido corriendo. Pero estaba a
merced de su voluntad, podría haber hecho lo que quisiera conmigo, yo estaba
paralizada de pánico.
Sin que le preguntara
nada, por supuesto, empezó a contarme su historia. Al parecer, no había llegado a conocer a sus
padres, y en su recuerdo sólo aparecía una especie de institución para niños
abandonados, de donde, a la edad de 8 años la vinieron a sacar una extraña
pareja, a la cual se podría calificar como poco de siniestra. La mujer era
sordomuda, flaca y horrible. Su marido era igual, pero por lo menos podía
hablar. Luego la llevaron a su casa, un caserón viejo y destartalado en un
lugar bien apartado y en el que todo estaba roto y mugriento. Desde el primer
día se dio cuenta de que había ido a peor, de que allí no había nada que hacer y
nadie le hacía el menor caso. Aparte de las maderas crujiendo, las ramas
golpeando, no se oían ruidos humanos, música, la radio… El silencio era total.
La esposa solía escribir notas para comunicarse con el hombre, con una letra
muy extraña, que ella se encargó de aprender a imitar. Era casi lo único que
hacía en todo el día, aparte de vagar por aquel lugar inhóspito, sin que nadie
se preocupara lo más mínimo de ella. No solían salir de casa y siempre se
quedaba alguno con ella.
Cada noche, le
acompañaban a su habitación con un vasito de leche caliente y dulce, muy dulce
para que se lo tomara antes de dormir. Ella soñaba cosas horribles, monstruos
espantosos la agarraban y la pinchaban o la cortaban a trozos, y siempre tenían
la cara de “sus padres”. Por la mañana se levantaba destrozada y con muy poco
ánimo para enfrentarse a otro día vacío.
Una noche, no se tomó la
leche y la tiró por el váter. Cuando estaba a punto de dormirse, aquel hombre
entró en el cuarto sin ningún miramiento, encendió la luz y se acercó hasta su
cama. Le agarró su escuálido bracito y, con una jeringuilla enorme, le saco
un buen chorro de sangre. Ella estaba
tan asustada que se quedó paralizada de espanto. Luego se fue y ahí la dejo,
destrozada y débil, sin más.
Entonces ella empezó a
entenderlo todo. Había oído tiempo atrás hablar de cierto elixir de la eterna
juventud, hecho a base de sangre fresca de niños, por la que se pagaban
cantidades astronómicas. Así siendo tan pequeña, la vida ya le había espabilado
lo suficiente para saber que tenía que salir de allí.
Al otro día, sin
levantar sospechas se dedicó a investigar por la casa y se fijó en dónde
guardaban su chocolate que se tomaban
cada noche; y también encontró lo que le ponían en la leche y que ella
creía que era azúcar, y que era un potente somnífero; y descubrió el zulo,
detrás de un baño, en el que el marido se metía para preparar las cosas antes
de acudir a su cuarto.
Aquella señora, que me
contaba todo esto, casi dejó de darme miedo al imaginarla de niña y me daba un
poco de pena. Ya quería saber el resto de la historia.
Según su relato, preparó
las cosas para terminar con aquella situación insoportable. A la noche
siguiente, no sólo tiró la leche sino que se fue a esconder al único sitio
donde no la encontraran. Pero a la mañana siguiente, al verlos
contrariados, les dijo que no sabía cómo
había llegado hasta allí, tuvo una pesadilla. Y para no levantar sospechas
aceptó encantada la idea de que su mamá
se acostaría con ella la noche siguiente.
Efectivamente, le pidió
a la mujer que se tomara el chocolate con ella y se quedara en su cama hasta
que se durmiera. Y, cerca del baño, dejó la nota que escribió imitando la letra
y en la que le decía al hombre que no diera la luz y actuara con mucho sigilo.
Ella, es decir su esposa, vigilaría que la cría no se escapara. Por último en
la nota la mujer le decía que dejaba el chocolate calentito en la estufa. El
hombre no dudó ni por un momento y cuando agarró aquel bracito escuálido, fue a
su mujer a la que le sacó un buen chorro de sangre. Y, tan satisfecho estaba
que se tomó un chocolate más dulce que nunca.
En este punto me debí
quedar dormida, porque no recuerdo nada más. Cuando me desperté, no había ni
rastro de la mujer, aunque aquel tren no había parado ni una sola vez.
Empezaba
a amanecer y llegábamos a París, yo me encontraba agotada, como si hubiera
estado toda la noche picando piedra. No podía con mi alma y no sabía si todo lo
que os he contado lo había soñado. De repente descubrí en mi antebrazo un
moratón enorme y justo en el medio un pinchazo como el que dejan las
inyecciones. Lo que no me he podido
explicar nunca es cómo me lo hice .
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