miércoles, 21 de noviembre de 2012

Histeria, por Rosa Montesinos


     La historia que he venido a contaros, me ocurrió hace muchos años. Veréis. Era entonces yo una chica joven, casi adolescente, y por alguna razón tuve que tomar el tren nocturno a París, un día desapacible de Noviembre. No era desde luego el más idóneo para pasar una noche entera en aquel vagón solitario atravesando bosques con el viento aullando alrededor. Parecía que podía ocurrir cualquier cosa. Me sentía como en un barco en medio del temporal.

Mi vagón estaba completamente vacío, poca gente se animaba a viajar en esas fechas, así que me acomodé como pude para pasar la noche.

Cuando estaba a punto de quedarme dormida, de manera totalmente inesperada, se abrió violentamente la puerta de mi compartimento y apareció ante mis ojos la criatura más espantosa que yo había visto en mi vida: delgada, casi cadavérica, pálida, deforme, y con una voz que me helaba la sangre.

Decidí ser cortés con ella y la saludé con todo respeto. Pero en cuanto creí que estaba dormida salí sigilosamente del compartimento aquel y me fui a otro dos más allá: No me veía capaz de dormir con aquel espectro ante mis ojos.

Así que en mi nuevo sitio respiré tranquila y me dispuse a dormir un poco, la noche iba a ser larga y turbulenta. De repente noto que alguien me zarandea por los hombros, abro los ojos  y aquel esperpento de mujer me pregunta: ¿Por qué te marchaste? No tuve valor para decirle la verdad y se me ocurrió una excusa: Aquí hace menos frío, se está mejor. Sorprendentemente ella se calmó y estuvo de acuerdo conmigo; se sentó enfrente y, sin mediar palabra, se acercó a mi oído y me dijo:

“Tengo que contarte algo, un secreto terrible, me pesa en el alma y no quiero morirme sin haberlo sacado fuera.”

Menos mal que era noche cerrada y no pudo verme la cara de espanto. Yo, por si acaso, dije alguna palabra amable y me encogí todo lo que pude para que no llegara a tocarme. En una voz más baja, casi en susurros me dijo: “He matado a dos personas”.

Os podéis imaginar que, de no haber estado en aquel lugar yo habría salido corriendo. Pero estaba a merced de su voluntad, podría haber hecho lo que quisiera conmigo, yo estaba paralizada de pánico.

Sin que le preguntara nada, por supuesto, empezó a contarme su historia.  Al parecer, no había llegado a conocer a sus padres, y en su recuerdo sólo aparecía una especie de institución para niños abandonados, de donde, a la edad de 8 años la vinieron a sacar una extraña pareja, a la cual se podría calificar como poco de siniestra. La mujer era sordomuda, flaca y horrible. Su marido era igual, pero por lo menos podía hablar. Luego la llevaron a su casa, un caserón viejo y destartalado en un lugar bien apartado y en el que todo estaba roto y mugriento. Desde el primer día se dio cuenta de que había ido a peor, de que allí no había nada que hacer y nadie le hacía el menor caso. Aparte de las maderas crujiendo, las ramas golpeando, no se oían ruidos humanos, música, la radio… El silencio era total. La esposa solía escribir notas para comunicarse con el hombre, con una letra muy extraña, que ella se encargó de aprender a imitar. Era casi lo único que hacía en todo el día, aparte de vagar por aquel lugar inhóspito, sin que nadie se preocupara lo más mínimo de ella. No solían salir de casa y siempre se quedaba alguno con ella.

Cada noche, le acompañaban a su habitación con un vasito de leche caliente y dulce, muy dulce para que se lo tomara antes de dormir. Ella soñaba cosas horribles, monstruos espantosos la agarraban y la pinchaban o la cortaban a trozos, y siempre tenían la cara de “sus padres”. Por la mañana se levantaba destrozada y con muy poco ánimo para enfrentarse a otro día vacío.

Una noche, no se tomó la leche y la tiró por el váter. Cuando estaba a punto de dormirse, aquel hombre entró en el cuarto sin ningún miramiento, encendió la luz y se acercó hasta su cama. Le agarró su escuálido bracito y, con una jeringuilla enorme, le saco un  buen chorro de sangre. Ella estaba tan asustada que se quedó paralizada de espanto. Luego se fue y ahí la dejo, destrozada y débil, sin más.

Entonces ella empezó a entenderlo todo. Había oído tiempo atrás hablar de cierto elixir de la eterna juventud, hecho a base de sangre fresca de niños, por la que se pagaban cantidades astronómicas. Así siendo tan pequeña, la vida ya le había espabilado lo suficiente para saber que tenía que salir de allí.

Al otro día, sin levantar sospechas se dedicó a investigar por la casa y se fijó en dónde guardaban su chocolate que se tomaban  cada noche; y también encontró lo que le ponían en la leche y que ella creía que era azúcar, y que era un potente somnífero; y descubrió el zulo, detrás de un baño, en el que el marido se metía para preparar las cosas antes de acudir a su cuarto.

Aquella señora, que me contaba todo esto, casi dejó de darme miedo al imaginarla de niña y me daba un poco de pena. Ya quería saber el resto de la historia.

Según su relato, preparó las cosas para terminar con aquella situación insoportable. A la noche siguiente, no sólo tiró la leche sino que se fue a esconder al único sitio donde no la encontraran. Pero a la mañana siguiente, al verlos contrariados,  les dijo que no sabía cómo había llegado hasta allí, tuvo una pesadilla. Y para no levantar sospechas aceptó  encantada la idea de que su mamá se acostaría con ella la noche siguiente.

Efectivamente, le pidió a la mujer que se tomara el chocolate con ella y se quedara en su cama hasta que se durmiera. Y, cerca del baño, dejó la nota que escribió imitando la letra y en la que le decía al hombre que no diera la luz y actuara con mucho sigilo. Ella, es decir su esposa, vigilaría que la cría no se escapara. Por último en la nota la mujer le decía que dejaba el chocolate calentito en la estufa. El hombre no dudó ni por un momento y cuando agarró aquel bracito escuálido, fue a su mujer a la que le sacó un buen chorro de sangre. Y, tan satisfecho estaba que se tomó un chocolate más dulce que nunca.

En este punto me debí quedar dormida, porque no recuerdo nada más. Cuando me desperté, no había ni rastro de la mujer, aunque aquel tren no había parado ni una sola vez. 

Empezaba a amanecer y llegábamos a París, yo me encontraba agotada, como si hubiera estado toda la noche picando piedra. No podía con mi alma y no sabía si todo lo que os he contado lo había soñado. De repente descubrí en mi antebrazo un moratón enorme y justo en el medio un pinchazo como el que dejan las inyecciones.  Lo que no me he podido explicar nunca es cómo me lo hice .

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